Por qué fracasa el sistema de reparto
(Extracto del libro “El Cascabel al Gato”, Editorial Zig-Zag, 1991)
En mi primer día como Ministro del Trabajo, al cruzar frente a un inmenso estante abarrotado de libros y colecciones empastadas prolijamente, un funcionario me indicó -con cierto orgullo- que allí estaba toda la normativa de la seguridad social chilena. Esa gentil observación suya me llenó de terror. Lo que había hecho era anticiparme las evidencias del mundo kafkiano al cual estaba entrando. Si a algo se parecía nuestro sistema de previsión era a un laberinto ante el cual la gente común y corriente se daba por vencida de antemano.
Chile se fue desintegrando por dentro a medida que los intereses de grupo fueron cavando en las estructuras del Estado verdaderas cavernas con sus fueros y privilegios particulares. Un estudio señala que de las 11.395 leyes que se dictaron entre los años 1926 y 1963, solo 863 fueron de aplicación general para todo el país y todos los chilenos. El resto, -¡10.532!- fueron leyes dictadas para responder a demandas de grupos, de regiones, de sectores, de círculos bien delimitados y -en la mayoría de los casos- para favorecer a personas con nombre y apellido. No tiene nada de extraño que la legislación previsional haya sido el destino preferente de esta viciosa manera de legislar y gobernar.
De allí el tono de urgencia que tenían mis planteamientos en una columna que escribí en la revista ERCILLA, solo meses antes de entrar al gabinete ministerial: “Es falso que reformar la previsión sea una proeza técnica virtualmente imposible para los chilenos. Los mismos principios del actual modelo económico, que están logrando en todos los campos un éxito sin precedentes, deben aplicarse en esta materia. Basta ya de prejuicios y augurios tremendistas. Hágase la reforma que vale la pena hacer si no se quiere crear bombas de tiempo. Que el Estado asuma la función social de la previsión; que se dé libertad para ahorrar y asegurarse cómo y dónde se quiera, estableciendo, empero, la obligatoriedad de hacerlo por un monto mínimo: que se regule con cuidado el sistema; que el Estado otorgue una previsión a los más pobres”.
En pocas áreas era tan tentador para un partido o para un gobierno ofrecer beneficios privativos a grupos con poder de presión como en el sistema de pensiones. Al ofrecer, por ejemplo, jubilaciones prematuras para tales y cuales trabajadores, quedaba perfectamente identificado el beneficio que el político estaba ofreciendo a su clientela electoral.
Segundo, la opinión pública carecía de toda conciencia acerca de que el beneficio sectorial otorgado a unos pocos iba a tener que ser pagado por toda la comunidad.
Tercero, los beneficios previsionales futuros daban la posibilidad de transferir el costo a otras generaciones y a otros gobiernos. ¿Dónde estaba el problema para el demagogo, si a él toda la maniobra le salía gratis?
En un sistema de reparto la demagogia tiene posibilidades infinitas, limitadas solo por la imaginación -o falta de ella- del demagogo. ¡Es tan barato ofrecer derechos previsionales! Cuando el demagogo ofrece casas, es muy probable que a la vuelta de seis meses o un año alguien tenga la imprudencia de preguntarle dónde están. Cuando -en cambio- ofrece a un gremio la posibilidad de jubilarse mucho antes que el resto, aparentemente todos ganan y nadie pierde. De ahí a que los favorecidos empiecen a jubilarse puede pasar mucho tiempo y bastante agua bajo los puentes.
En el sistema de reparto, los obreros que cotizaban en el Servicio de Seguro Social, que eran lejos la mayoría y los más pobres del sistema, jubilaban a la edad de 65 años. Los empleados particulares lo hacían después de 35 años de servicio, de suerte que no era en absoluto difícil que a los 55 años estuvieran incorporándose al sector pasivo. Los empleados públicos podían aspirar a algo bastante mejor: solo 30 años de servicio para jubilarse. En varias municipalidades y en ciertos gremios con mucho poder de presión, como los empleados bancarios, el asunto era simplemente una ganga: 25 años de servicio apenas. En el pináculo de esta pirámide -cómo no- estaban los parlamentarios, los que hacían las leyes previsionales. Ellos tenían derecho a una pensión proporcional desde los 15 años de servicio.
En condiciones de laboratorio el sistema de reparto al principio parece atractivo y aparentemente ventajoso. Como en todo esquema piramidal, cuando se inicia la cadena, los beneficios pueden ser generosos pues todos aportan y casi nadie se jubila. Pero pasa el tiempo y hay que comenzar a pagar las jubilaciones prometidas por ley a los trabajadores. La dinámica clientelista del sistema conduce irremediablemente a un aprovechamiento político y a una explosión de beneficios discriminatorios.
El sistema de reparto es también inviable por razones estrictamente demográficas. Pues hay dos fenómenos indisociables del desarrollo: la caída de la tasa de natalidad y el aumento de las expectativas de vida. En este contexto, el sistema está obligado a financiar las pensiones prometidas de una creciente masa de pensionados con los aportes de un contingente de trabajadores activos que no crece en la misma proporción, sino en otra menor. Al comienzo el desequilibrio puede ser manejable, pero pronto se hará inmanejable y el sistema tenderá a estrangularse a sí mismo.
Aquellos mayores de 65 años se transforman en una proporción creciente de la población. Llegará inevitablemente el día en que el Estado no podrá pagar las jubilaciones prometidas lo que implicará una enorme crisis social.
¿Soluciones? Hay varias, pero todas son insuficientes y dificiles de adoptar. Una es elevar y elevar la edad de la jubilación, que no es fàcil pues es una medida impopular. Otra es ir subiendo la tasa de aportes. Pero aun cuando generalmente se oculta tras el eufemismo de “subir la cotización del empleador”, muy pronto cualquier trabajador con un mínimo de perspicacia comprende que, en último término, es él quien paga, a través de un menor salario líquido, el mayor costo previsional. Lo más grave es que, al encarecer el costo de contratación de mano de obra, opera como un impuesto al trabajo y genera desempleo e informalidad. Por eso, la más socorrida por la clase política consiste en reducir las pensiones prometidas por la vía de la inflación. Si falta dinero, el gobierno lo creaba, la moneda se desvaloriza y las pensiones se disuelven como sal en el agua.
Llega un momento, no obstante, en que incluso nada de esto permite cubrir los crecientes agujeros del sistema. Los aportes adicionales del Estado se tornan insuficientes y, si flaquea la voluntad política de seguir haciéndolos, el sistema simplemente tiene que ir a la quiebra.
El pecado original
El pecado original del sistema consiste en romper, en despedazar, el nexo fundamental que debe existir en toda institución humana entre aportes y beneficios, entre derechos y responsabilidades, entre lo que se aporta y lo que se recibe. Al desestimar la correlación entre aportes y beneficios, el sistema de reparto deja el campo libre e incluso crea un potente incentivo para que casi todos intenten minimizar lo que aportan al sistema y de maximizar lo que sacan del sistema.
Además, al uniformar en términos absolutos las aspiraciones previsionales de la gente, el régimen de reparto deja a los individuos en un callejón sin salida. No toda la gente tiene las mismas aspiraciones. Las instituciones que se conciben suponiendo que todas las personas piensan igual y quieren lo mismo van irremediablemente al fracaso. Tal supuesto es falso y especialmente erróneo en materias previsionales. No toda la gente aprecia la jubilación como un beneficio. Lo que para unos es un ideal que tratan de anticipar en el tiempo todo lo que más puedan, para otros es una verdadera condena: quisieran no jubilarse jamás. Lo que para unos es motivo de alarma y preocupación -la vejez- para otros es fuente de confianza y tranquilidad. En resguardo de la vejez algunos están dispuestos a hacer grandes sacrificios de ahorro durante la vida laboral activa; otros, en cambio, por opciones propias del carácter de cada cual, consideran que no hay beneficio futuro que compense los sacrificios actuales que deben hacerse para tener, por ejemplo, una pensión anticipada o mayor.
Los sistemas que intentan quitarle a la gente lo que la gente tiene de distinto, en el fondo desafían la naturaleza humana y se exponen a ser burlados. Las preferencias personales buscan una vía de escape y, al no encontrarla por los conductos regulares, terminan evadiéndose por los resquicios de la excepción y el privilegio. Al disociar los aportes de los beneficios, el sistema de reparto despierta en los individuos impulsos negativos.
En último término, lo que sucede es que la realidad no cabe en un sistema de reparto. Y no cabe porque es un esquema contra natura. Cuando, a pesar de todo, la realidad es metida a la fuerza dentro de ese zapato chino, sobreviene el caos.
Fue exactamente lo que ocurrió en Chile.