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Editorial

Economía y Sociedad № 93

Octubre - Diciembre 2017

Estado de la Revolución Liberal

El punto de inflexión del Chile moderno es la Revolución Liberal. Se inició en el ámbito económico en 1975 con el “Programa de Recuperación Económica” y en 1979 se transformó en la brújula del gobierno libertador con el “Programa de las Siete Modernizaciones”.

La Revolución Liberal transformó tan profundamente al país que, en el ranking Fraser de “Libertad Económica Mundial”, Chile llegó a ocupar el lugar No 5 del mundo, entre 141 países, superando incluso a EE.UU. que se ubicó en el No 6.

También en el exterior se celebró esta transformación. Todo el mundo reconocía, como lo señaló el historiador Claudio Véliz, que “el umbral de una nueva era económica mundial se cruzó hace más de tres décadas con los cambios de política económica en Chile a partir de 1975, y en Gran Bretaña a partir de 1979”.

 

Sin embargo, a partir de marzo del 2014, Chile fue azotado por un huracán político. Michelle Bachelet, la candidata del socialismo duro y de la nostalgia por Allende, ganó la elección presidencial, obtuvo una mayoría absoluta tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados y abrió la puerta del gobierno, por primera vez desde 1970, al Partido Comunista. Desde el primer día, el gobierno puso en marcha su programa de las  “retroexcavadoras”, mezcla de populismo y estatismo.

 

Al frente tenía una oposición destrozada tras un gobierno de “centroderecha” altamente confundido, cuya estrategia no fue avanzar con las necesarias reformas estructurales de signo liberal, sino “abrazar las banderas de la Concertación”, como lo reconoció su propio ministro del Interior.

 

Nunca un gobierno socialista había tenido tanto poder y nunca la Revolución Liberal había estado en tanto peligro.

 

En su primer año, el gobierno Bachelet logró aprobar una reforma tributaria que subió fuertemente la tasa de impuesto a las empresas, derogó el gran incentivo a la inversión que significaba eliminar el impuesto a las utilidades reinvertidas y amenazó a todo el sector empresarial (“los poderosos de siempre”) con una fiscalización agresiva. La confusión de la oposición era tal que votó unánimemente a favor de la más destructiva de las reformas de Bachelet.

 

Empoderado con este triunfo, el gobierno avanzó con otras dos reformas negativas, la sindical y la educacional, y se preparó para desmantelar el 2016 el sistema de capitalización y la Carta Fundamental (“por las buenas o por las malas”). La verdad es que en ese momento existía una amenaza, clara y presente, no sólo al horizonte de mayor prosperidad para todos, sino incluso al Estado de Derecho.

 

La libertad económica en Chile había comenzado su descenso ya en años anteriores. Sucesivos gobiernos de signo estatista incrementaron el gasto público desde el 17% del PIB a 27% del PIB en la actualidad. 

 

Lo más grave fue la caída persistente del llamado “crecimiento potencial” del país, el cual hasta mediados de los años noventa, habría sido de 7% al año; entre el 2000 y el 2012, cae hasta 4%; y a contar del 2014, desciende al 3%. Esta declinación sistemática -por 20 años- en el dinamismo productivo fue calificada por un ministro de Hacienda como “una catástrofe nacional que está recibiendo cero atención del mundo político, algo que corre para la Nueva Mayoría y Chile Vamos”.

 

La economía reaccionó con furia a las nefastas reformas tributaria y sindical. Se apagó el impulso emprendedor, se desplomó la inversión y se fue a cero la tasa de crecimiento del PIB per cápita .

 

El daño material, la diferencia entre lo que la economía podría haber crecido y lo que efectivamente creció, es inmenso. Se tradujo en desempleo y empleo precario, en proyectos detenidos, en déficits fiscales y en deuda pública. Pero el daño intangible es aún mayor. Trizó la confianza en un horizonte de progreso, debilitó las instituciones y alimentó un clima de derrotismo y desesperanza.

 

En uno de sus momentos de euforia, la presidenta Bachelet proclamó que “cuando la izquierda sale a la calle, la derecha tiembla”. Lo que sucede es que toda persona amante del Estado de Derecho, tiembla cuando la izquierda abusa del inmenso poder del Estado para perseguir y amedrentar.

 

Para defender la libertad así amenazada, en 2016 renació Economía y Sociedad (Quinta Época). Estábamos conscientes de la transversal confusión en el plano de las ideas y de la decadencia brutal de la calidad de la política, pero veíamos también muchos elementos positivos en el país: la madurez de la Revolución Liberal y su enraizamiento progresivo en la cultura chilena, el acercamiento entre economistas de todos los colores alrededor de políticas públicas racionales, el surgimiento de una juventud que aprecia los valores liberales, el avance del sistema de libre mercado por toda América Latina y la revolución tecnolóogica acelerada que está creando un nuevo mundo de libertades personales crecientes.

 

El país fue sorprendido por la fuerza intrínseca de la Revolución Liberal y por una resistencia que encendió a la sociedad civil. La paralización de la economía demostró que no es posible engañar a cientos de miles de empresarios con la falacia de una posible bondad de las alzas de impuestos. Por otra parte, el fracaso del “proceso constitucional”, comprobó que es una locura política intentar crear una nueva Constitución desde “una hoja en blanco”. Como la izquierda no comprende la profundidad y resiliencia de la Revolución Liberal, no previó la reacción contraria de la ciudadanía.

 

Las modernizaciones han otorgado mayor libertad de elección en el campo del consumo, del ahorro, de la educación, entre otros. Cada día más los chilenos aprecian escoger con mayor libertad cómo vivir sus vidas en todas las dimensiones. La revolución tecnológica mundial reduce el poder estatal, empodera a las personas y, por lo tanto, coloca al socialismo estatista en el lado equivocado de la historia.

 

Cada vez es más evidente que la política en Chile se quedó atrás de la vida de los ciudadanos. Fuera de ella, la vida de la gente ha mejorado notablemente y así lo expresan. Es en la interfase entre la gente con el Estado donde están los problemas más graves.

 

Es un hecho, entonces, que la Revolución Liberal tuvo una gran victoria. La Revolución Liberal demostró la racionalidad y coherencia de sus fundamentos que la hacen indestructible por la mera calle y la demagogia que intentaron destrozarla. Tras este fracasado intento de “asalto al cielo”, la izquierda terminó profundamente dividida y hasta su ceremonia del adiós se transformó en una pesadilla.

 

Se probó una vez más el dictum de Victor Hugo, “no hay nada más fuerte que una idea a la que le ha llegado su tiempo". Esa idea es la Libertad.

 

Pero cuidado. En política se pueden ganar importantes batallas, como ésta, pero no hay victorias finales. Está en el ADN del Estado (y de los políticos que lo manejan) amanecer cada día pensando en cómo aumentar su poder. De allí que el precio de la libertad para los ciudadanos sea “la vigilancia eterna”.

 

La prioridad debe ser limitar el poder del Estado y aprovechar el fenomenal avance tecnológico para modernizar radicalmente su operación al servicio de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

 

Para enfrentar los nuevos desafíos, Chile necesita una política honesta centrada en propuestas y no en personalidades, en soluciones y no en demagogia, en apertura mental y no en dogmatismos. Habrá que luchar contra el doble discurso y la hipocresía, terminar radicalmente con el cuoteo y el gobierno como botín, abolir la mezcla inmoral de negocios y política, combatir toda tendencia monopólica tanto en el sector estatal como privado y declarar la guerra total a la corrupción.

 

Chile no llegará al Primer Mundo con una política del Tercer Mundo. El país necesita, entonces, con urgencia la revolución de la política, para que sea coherente con el nuevo Chile creado por la Revolución Liberal.

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