El día de la Libertad
9 de noviembre de 1989
Por Hermann Tertsch, escritor y periodista (ABC, 9.11.19; Extracto)
Hoy hace treinta años ya de aquello. De aquel hecho puntual que como pocos escenificó un cambio en la historia del mundo. Que generó tanta felicidad e ilusión que aún hoy las paladeamos. Busquen en la memoria algún día que, por sí mismo, significara tanto para tantos como el 9 de noviembre de 1989, día en que cayó el Muro de Berlín.
Tiene el elemento capital que hace del 9 de noviembre una fecha única, mágica, un hito de emoción colectiva: la colosal y arrebatadora explosión de felicidad que, retransmitida en directo, fue compartida por el mundo entero. Nunca en la historia había llorado tanta gente junta. Nunca la alegría se había contagiado tanto. Las imágenes conmovieron al planeta. Era la alegría aturdida de los esclavos liberados por sorpresa. Se abría de repente una nueva vida a la elección, esa desconocida, la libertad. Y, atención, sonaba el himno alemán. Ondeaban las banderas alemanas, sin el escudo del Estado Proletario, en imágenes únicas de exaltación de la simbiosis de emociones íntimas y la conciencia de la trascendencia de la liberación personal y colectiva.
Porque aquel día se producía, muchos han querido olvidarlo, la gran escenificación de la victoria de la voluntad humana de libertad, pero también de la derrota total de la ideología más criminal de la historia, el comunismo. Era la quiebra moral, intelectual, económica y política de un sistema que prometió libertad, igualdad y felicidad a toda la humanidad y que durante setenta años solo había generado terror, miseria, cien millones de asesinatos y mares de dolor por todo el mundo. Años después veríamos que había quebrado, cierto, pero no muerto. Vuelve a estar omnipresente, como una tenebrosa y siniestra adicción del ser humano.
La caída del Muro comenzó diez años antes, con la visita del recién nombrado Papa Juan Pablo II a su patria, Polonia. Aquel santo coloso le dijo al pueblo polaco sometido que “no se resignara”, que recabara fuerzas de la fe y del amor a la nación para conquistar la libertad que gozaba la otra mitad del continente. El Kremlin sabía lo peligroso que era un Papa polaco. Quiso matarlo y no pudo. Polonia escuchó a Wojtyla y se lanzó a un pulso heroico por la dignidad y la libertad. En 1989 ya había ganado, celebrado elecciones y liquidado el régimen. En Berlín Este, sin embargo, los líderes comunistas se resistían, algunos hasta jugaban con la idea de aplastar las revueltas con violencia, como había hecho China en junio en Tiananmen. Los preparativos, por ejemplo en Leipzig, estuvieron avanzados. Pudo haber un baño de sangre en vez de aquel mar de alegría en aquellas fechas en Europa.
Hace hoy treinta años el comunismo se llevó su peor golpe. Desapareció su hegemonía sobre medio continente, simbolizada por ese Muro, erigido para que nadie pudiera huir del paraíso socialista en el que nadie se quiere quedar. El tapiado en 1961 del último hueco en el Telón de Acero de la gigantesca cárcel con nueve husos horarios entre Berlín y Vladivostok demostraba que solo podía retener a los humanos encerrados y bajo amenaza de muerte. Tras lo que llamaban cínicamente el “Muro de protección antifascista” (Antifaschistischer Schutzwall).
Europa olvidó pronto que su mejor momento de unidad y exaltación de la libertad del ser humano llegó gracias a la firmeza frente al mal, no por el apaciguamiento ni concesiones al mismo. Que fue la fuerza de la convicción en los valores cristianos la que movió a los pueblos a acabar con la depravación totalitaria del comunismo. Pero aún se celebraba en Berlín cuando muy lejos de allí ya se reorganizaban las fuerzas totalitarias en el Foro de Sao Paulo para relanzar la subversión para minar y destruir las sociedades libres.
Las lágrimas de felicidad por la verdad recobrada de entonces han sido otra vez muchas veces sustituidas por las lágrimas de terror, del hambre, del crimen totalitario comunista y de la libertad perdida. Hoy todo Occidente se debate una vez más entre los miedos y las esperanzas de ese pulso permanente y trascendente entre la verdad y la mentira.