Domeyko el sabio
Por Rubén Darío, poeta nicaragüense (La Época, 1 de marzo de 1889)
En medio de tantas alegrías, ha muerto Domeyko el sabio. No quedaron sus restos en Polonia, no murió allá en el país de Lituania donde vio primero el sol. Chile se queda con su cadáver, y pues fue este país el que sirvió de base para su gloria completa, bien están esas sagradas cenizas en Santiago.
El viejo glorioso, no obstante, conservaba un puñado de tierra polaca y ordenó que se pusiese como una almohada funeraria de su cabeza cana y gloriosa. Así, quien de mozo luchó por aquella tierra esclava, puede dormir el sueño del enorme misterio sobre algo del suelo patrio siempre querido.
Domeyko, cuyo nombre conoce el mundo todo, muere a los ochenta y siete años de edad.
Vino a morir a este país que tanto había amado y al que había servido medio siglo. Antes había vuelto a Polonia, por quien peleó deseando su libertad. Era de familia ilustrísima, ennoblecida desde el siglo décimo quinto. Después de dejar las armas se dedicó a la ciencia y su espíritu en ella se ensanchó; fue admirable.
Comenzó a estudiar en la vieja Universidad de Vilna desde antes de la primera agitación rápida del patriotismo polaco. Cuando esta concluyó, vigilado por la policía rusa, vivió en el campo, y de allí, cuando las hoces relampagueantes de los patriotas pasaron delante de él, fue a la campaña con los que sufrieron en lucha por la libertad, el desastre terrible de Varsovia.
Luego fue a Francia, patria a la que tiene derecho todo el mundo, y allí encontró refugio y aumentó más su saber. De allí vino a América. Escribió sus impresiones de viaje, en carta que dirigió al poeta Mickiewicz, su amigo, a quien había servido de padrino en sus bodas. Llegó a Buenos Aires, recorrió la pampa y atravesó los Andes. Entonces empezó a servir a Chile. Sus libros científicos dieron a conocer esta tierra en Europa; fue maestro de tres generaciones y para la ciencia dejó un monumento. Aquí se llenó de gloria y de canas; encontró patria, hogar, familia, honores.
El pago de Chile fue digno de tan meritorio bienhechor. Pero aún falta y este pueblo acabará de cancelar su deuda, porque hay buenas cabezas y buenos corazones.
Domeyko, al morir, ha partido tranquilo y serenamente a la eternidad. En todas partes será sentida su muerte por su sabiduría y por su alma llena de bien y de luz; en Polonia, donde su compañero de juventud, el gran poeta Odyniec, sentirá que le ruedan lágrimas por la gran barba blanca, y donde todos amaban al varón sapiente y justo. En Turquía, donde Edhin-Pacha, condiscípulo ilustre de Domeyko, es el único que resta de los estudiantes que en París se hallaban en la Escuela de Minas allá por 1836; en Francia, donde el sabio aprendió tanto, en todos los lugares, en fin, en que se conozca esa existencia fecunda el nombre y los bienes que a la humanidad ha dejado aquel anciano de cabeza calva y ojos de águila, que los cerró en el vasto sueño, sonriente y dulce con su fe cristiana.
Chile está perdiendo todas sus columnas. En pocos días le han abandonado el gran Lastarria, Amunátegui, Pissis, Domeyko y Taforó. Esto es doloroso. Los astros se están apagando en el cielo de esta patria, y no se advierten muchos otros en el horizonte.
Quiera Dios que de la juventud, llena de savia y de esperanza, crezcan robles.