De mirista a liberal
Por Felipe Izquierdo Berman, emprendedor
En 1978, después de años de formación en el colegio San Ignacio, ingresé a estudiar Derecho en la Universidad Católica. En poco tiempo hice muchos amigos, la mayoría mayores que yo. Nuestras conversaciones rondaban acerca de la “conciencia social”, la misma que me habían inculcado los jesuitas en el colegio y, poco a poco, me imbuí de las ideas marxistas. Ahí decidí ingresar al MIR.
Ya como miembro de una célula mirista, nuestro bautismo de fuego fue el 1º de mayo de 1978. Organizamos la primera manifestación del campus Oriente. Un año después ya estaba preso en la Penitenciaría, junto a mis compañeros que habían sido detenidos por porte de armas y enfrentamientos con la policía.
Mi madre, muy preocupada, me ayudó a salir del país en 1981. Me fui a París donde conocía a muchos amigos del Colegio de la Alianza Francesa. Me alojé en la casa de Carmen Castillo, hija de Fernando Castillo Velasco, ex esposa de Andrés Pascal y viuda de Miguel Enríquez. Ella había participado el 5 de octubre de 1974 en San Miguel en el enfrentamiento de una célula del MIR con las fuerzas de seguridad en que murió Miguel Enríquez.
En su casa, ubicada en la rue Danton del Quartier Latin, conocí a la elite de la izquierda marxista, la que vivía en un mundo de burbuja y lujo. Carmen recibía de visita a Regis Debray, Jacques Chonchol y Gabriel García Márquez, entre muchos otros, además de vendedores de armas para las células activas del MIR en Chile.
En el invierno de 1981 viajé a dedo desde París a Berlín occidental y me alojé en el barrio del metro Postdamer Strase. Al día siguiente crucé el muro. Fue una desilusión inmensa. El contraste era brutal. No se trataba solamente que la Alemania occidental era próspera, y la comunista, pobre, sino que se respiraba un ambiente espiritual de falta de libertad, esa sensación de ahogo cuando todo está controlado por el Estado. A cada instante me detenía la policía para pedirme mis documentos, o simplemente para robarme los pocos marcos que tenía para comprar algo de comer. Los supermercados vacíos y las librerías repletas de literatura marxista. Las casas todavía con las marcas de las balas del asalto a Berlín al final de la segunda guerra mundial. Berlín Oriental era para llorar a gritos. Hasta el pasto estaba triste.
El muro de Berlín me convirtió. Abandoné el marxismo. Pero di el paso completo. Abracé la libertad.
En 1985, a los 25 años, regresé a Chile. Volvía a mi país sin haber terminado mis estudios y con una pésima fama de vinculación con el extremismo que me impedía acceder a mi red de contactos que me era natural, para encontrar un trabajo formal. Obtuve un crédito para microempresarios de una Fundación y me fui a vivir a una población muy pobre en Talcahuano donde encontré una pequeña cantina que arrendé. Conté las casas que me rodeaban: eran más de mil y sin una panadería en 10 cuadras a la redonda. Limpié la cantina, la pinté de blanco y le coloqué muebles y estanterías usadas de melamina blanca. Me puse delantal blanco e instalé la sobadora, la revolvedora y el horno, todos usados y en mal estado. El éxito fue total. Había aprendido mi primera lección liberal: el esfuerzo personal y el libre mercado funcionan. Durante los ocho años que tuve la panadería, me levantaba a las 4 de la madrugada y cerraba a las 10 de la noche. Los domingos no podía cerrar porque vendía el doble. No conocí los días festivos porque en ellos vendía el triple. Me amplié y terminé con un pequeño supermercado con cinco empleados.
En medio de mi frenética actividad, leía asiduamente diarios y revistas, porque soy lector compulsivo. Me devoré las columnas de José Piñera, las que, junto con confirmar mi decisión de abandonar el MIR y todo lo que la izquierda representa en limitar la libertad individual, me abrieron un camino nuevo. Ahora soy libre.