Economía y Sociedad № 91
Mayo - Julio 2017
Civilización o Barbarie
Por Edgardo Krebs, investigador asociado del Museo de Historia Natural Smithsonian
(Extracto, The Washington Post, 13.1.02)
Siendo adolescente, cuando cada mañana tomaba el tren al colegio en Buenos Aires, nunca dejó de intrigarme un graffiti escrito en letras rojas en la muralla de la estación que decía “Rosas vive”. Juan Manuel Rosas fue un caudillo, un militar dictador, que gobernó Argentina con mano de hierro. Pero en 1965, hace más de un siglo que Rosas había muerto. Pensé que gritos como “Palmerston vive” o “el general Grant está vivo” parecerían absurdos en Inglaterra o Norteamérica.
Pero no en Argentina. En ese tiempo, las murallas de Buenos Aires estaban cubiertas de inscripciones similares, “Perón vuelve” y “Evita vence”. Esta obsesión con el pasado, con el retorno de sangrientas y fallidas utopías y dictadores, es como una pesadilla que impide imaginar el futuro.
Algo más vital que la economía ha colapsado en Argentina: los mitos prevalentes en el país. El escritor argentino, Jorge Luis Borges, escribió “Los mitos son los que importan: ellos determinan el tipo de historia que un país está destinado a crear y repetir”. Lo que ha devastado a Argentina es la falla de una idea cívica.
La idea cívica eleva el rol de caudillos como Rosas al de hombres fuertes con poderes casi preternaturales, que se supone llevarán al país a la gloria. Para su miseria, Argentina a través de su historia ha sido gobernada por una seguidilla de caudillos, de los cuales Juan Perón -presidente entre 1946 y 1955 y, después, entre 1973 y 1974- es quizá el más notorio.
Desde su fundación como país independiente en 1810, dos fuerzas han luchado por el poder en Argentina: los “unitarios” y los “federalistas”. Los unitaristas argentinos son similares a los federalistas norteamericanos. Eran hombres cultos y apegados a la ley que buscaban producir una constitución, una clase política profesional y un gobierno descentralizado dividido entre poderes ejecutivo, legislativo y judicial.
Los federalistas argentinos, en contratse, representados por caudillos, sospechaban de un modelo republicano de gobierno y creían en la democracia directa. Rosas, un poderoso y excéntrico ranchero de Buenos Aires, fue el más astuto y exitoso de todos ellos. Su gobierno de décadas significó la derrota temporal de los Madisons, Hamiltons y Jays de Argentina (quienes eran Echeverría, Alberdi y Sarmiento).
Como Borges ha argumentado, Argentina perdió su camino cuando eligió el mito equivocado, a inicios del siglo XX, al preferir a los caudillos carismáticos por encima de los hombres de leyes. Los cambios del siglo anterior habían transformado profundamente a Argentina. Una serie de guerras civiles había terminado con el triunfo de los unitarios. Una constitución liberal (inspirada en la Constitución de los Estados Unidos) fue adoptada en 1853; los indios de la pampa fueron derrotados en la década de 1870. Hacia fines del siglo XIX, Argentina se había integrado a la economía mundial como un exitoso exportador de productos agrícolas. Inmigrantes europeos llegaban masivamente al país.
Estos cambios forzaron a las elites a buscar una definición de qué significaba ahora ser argentino. Buscaron la respuesta en dos libros que concentran la experiencia argentina desde su independencia: el poema épico “El Gaucho Martín Fierro”, escrito en 1872 por José Hernández; y “Facundo: Civilizacion y Barbarie”, escrito por Domingo F. Sarmiento en 1845.
El primero relata la historia de un gaucho que cruza la frontera para escapar de la policía después de haber asesinado a una persona. Fierro se queda un tiempo con los indios, pero regresa a la civilización aunque como un hombre buscado por las autoridades. Facundo, en contraste, es una biografía crítica de un caudillo, un apasionado por el imperio de la ley y los beneficios de la libertad y la democracia. Sarmiento había viajado extensamente por los Estados Unidos y en 1862 se convirtió en embajador de Argentina ante Washington. Admiraba la energía y vitalidad de los Estados Unidos. Más de 100 años antes el cientista político Benedict Anderson de Cornell University escribió “Imagined Communities”, argumentando que las naciones, para existir, tiene que ser primero imaginadas por sus miembros. Sarmiento vió en los Estados Unidos una comunidad que se inventaba activamente a sí misma. Conectado por el telégrafo, los periódicos y los trenes, los Estados Unidos mostraban signos de dinamismo e industria que Sarmiento deseaba para Argentina. Mientras estaba aún en los Estados Unidos, se enteró que había sido elegido Presidente, rol que ejerció con la energía de un Theodore Roosevelt, incorporando industrias, científicos y un concepto de modernidad y civilidad basado en la educación universal.
Borges, que alguna vez escribió “Sarmiento nos soñó a todos”, reconocía en “Facundo” una imagen visionaria que permitiría a Argentina reinventarse a sí misma en el futuro. En contraste, Martín Fierro es un callejón sin salida. La idea de un fugitivo perseguido, pensó Borges, no debería ser la base de un mito nacional.
Pero Fierro ganó, promovido por un círculo de escritores nacionalistas que vieron en el gaucho el receptáculo de todas las virtudes del país: dominio del caballo, coraje, independencia y lealtad con los amigos, convirtiéndolo en el símbolo ideal que los caudillos podían adoptar y manipular.
Durante el siglo XX, la política argentina siguió el estilo del caudillo, del iluminado que interpreta a las masas, siempre sospechoso de extranjeros y de aquello cosmopolita. Ha sido dominada por el concepto de “movimiento histórico”, una expresión utilizada por primera vez a inicios de 1900 por el partido Radical fundado por Hipólito Yrigoyen. El radicalismo pretendía empoderar a la emergente clase media de inmigrantes y sus hijos. El partido peronista de los años 40 fue el segundo movimiento histórico, que intentaba empoderar a los trabajadores y desposeídos de Argentina.
Ambos movimientos son claramente populistas. Ambos han tenido la tendencia de acusar a otros por los males de Argentina. Su discurso condicionó la vida política del país a través del siglo XX. Lo que parece estar sucediendo ahora es que este modelo de gobierno que ellos representan, su comprensión de Argentina y del mundo, sus políticos, han caído en crisis. Los efectos son devastadores.
En los años 30, campesinos italianos y españoles podían viajar a Argentina a trabajar en la cosecha del trigo y retornar con utilidades. Los grandes rancheros, mientras tanto, viajaban a Europa en gran estilo, con vacas en los barcos para tener siempre leche fresca y compraban Monets y Cezannes para decorar sus departamentos en Buenos Aires. Todo esto terminó en 1930 con el surgimiento de la antigua mística autoritaria. Perón, que como agregado militar en Roma había aprendido a admirar los métodos de Mussolini, fue el resultado final de esta tendencia.
Después de 70 años de regímenes autoritarios de un signo u otro, los nietos de los inmigrantes italianos y españoles que alguna vez inundaron las playas argentinas, ahora hacen fila en las puertas de los consulados de las tierras de sus ancestros, desesperados por deshacer el camino de sus abuelos. Por 70 años, después de cada ciclo de desencanto con su gobierno, los argentinos han tenido una vaga esperanza a la cual asirse, pero no han sido capaces de producir una sociedad civil que funcione. Los últimos 30 años son una muestra clara.
A mediados de los 70, cuando el retorno de Perón como presidente terminó en una guerra civil (la “guerra sucia”) y un estado casi anárquico, la esperanza eran los militares. Cuando la “guerra sucia” y la derrota en la guerra de las Faklands/Malvinas terminaron con los militares fuera del gobierno a mediados de los 80, la nueva esperanza fue representada por el radical Raúl Alfonsín. Cuando esta esperanza la demolió la hiperinflación y Alfonsín abandonó el gobierno antes del fin de su mandato, Carlos Menem, peronista, asumió la presidencia, en medio de un aura de euforia, privatizaciones y la ilusión de la moneda local atada al dólar, uno a uno. Después de 10 años, Menen dejó el poder bajo una nube de corrupción.
Para los argentinos ha sido un trecho amargo, durante el cual el país se ha canibalizado a sí mismo, devorando sus recursos materiales, sus ciudadanos, sus proyectos y, finalmente, sus ilusiones. Una de los principales objetivos de un orden político es producir un futuro. Lo que ahora anima a las mujeres argentinas a protestar no es que les falten dólares, sino el miedo a no tener un futuro.