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Relatos Históricos

Economía y Sociedad № 95
Abril - Junio 2018

Chile o una loca geografía

Por Benjamín Subercaseaux, escritor y ensayista

(Extracto, “Chile o una loca geografía”, 1942)

Fue, tal vez, en el período de las invasiones españolas cuando se habló por primera vez de la Tierra de Chili. ¿Era un ave -como algunos creen- la que articulaba esas dos sílabas en su canto? ¿Era una planta la que se llamaba así, o alguna costumbre extraña de los pobladores que atrajo la atención de los invasores?

No sabemos, pero hay tres datos que nos parecen dignos de atención: este nombre va precedido siempre de la preposición “de” o de la contracción “del”: Gente del Chili, tierra de Chili, lo que parece indicar una particularidad propia de la región. Por otra parte, este nombre se aplicaba, en los primeros tiempos de la Conquista, a la zona comprendida entre el valle del Aconcagua y Curicó. Más tarde, cuando Santiago pasó a ser el centro más importante de la Colonia, se identificó la palabra Chile con la Capital, según cuenta Vicuña Mackenna. Por fin, la palabra Chilli, en lengua aymará quiere decir: “donde se acaba la tierra”.

No nos podemos quejar; la palabra es fresca, matinal. No hay razón para decirlo, pero lo sentimos así. Por la misma causa que Brasil nos evoca algo espeso, oleoso; Perú, un nombre que huele a cosa antigua, a madera exótica; Argentina, un nombre de vedette o de primera hija de inmigrante nacida en América.

La palabra Chile tiene un sabor infantil, irresponsable, como el primer rayo de sol que pasa acariciando nuestra tierra en un amor rápido de amanecida, y que, de un vuelo, alcanza hasta el mar.

Porque la tierra de Chile es angosta. Hay regiones en que basta subir a un monte para poder abarcarla con la vista desde la cordillera hasta el océano.

Si el mar quedara en seco, podríamos bajar desde una altura de cuatro mil metros, en la cordillera, hasta una profundidad de tres mil metros, en el mar, sin haber recorrido más de ciento veinte kilómetros en línea recta, entre la frontera y el fondo del Pacífico (a la altura de Illapel).

Luego, esta tierra, a más de angosta, es larga: se prolonga interminablemente hacia el sur; oscila un poco, tan pronto al oeste como al este; se quiebra más abajo en forma inverósimil; se inclina un tanto al oriente, y después de una carrera enloquecida a través de 38 paralelos, se agudiza y termina en un punto: Horn, una pequeña isla negra y rocosa azotada por las tempestades en el extremo más austral del mundo.

Visto el mapa de América, Chile aparece como un largo ribete amarillo que bordea a la Argentina por el oeste. Se diría una simple coquetería cartográfica para que las fronteras de este país no se mojen en las heladas aguas del Pacífico.

Chile tiene una extensión mayor que cualquier país de Europa, excepto Rusia. Sus montañas son las más altas del mundo, después del Himalaya; sus costas están entre las más extensas y complicadas que existen; por fin, su extraña configuración a lo largo de 4.200 kilómetros, hace de nuestro país un pequeño mundo escalonado en los más variados climas y tipos que posee la tierra.

Si en vez de este carácter indolente y apático, que es el nuestro, hubiéramos nacido con el espíritu entusiasta e imaginativo de los americanos del norte, ya tendríamos películas y novelas de aventuras, donde alternaran en un ambiente tórrido y desértico, los morenos pampinos con los hieráticos indios de los salares atacameños; en el Pacífico, los canacas polinesios de la Isla de Pascua, y los pescadores del Valle de Lord Anson, hijo de algún náufrago perdido en las playas de la Isla de Robinson. Veríamos a los araucanos combativos y a las robustas mujeres que reman en los mares de Calbuco; a los chilotes pequeños y locuaces, con sus caras de japoneses; a los alacalufes de los canales sombríos, navegando en sus canoas primitivas; a los cowboys de la pampa magallánica, con sus altas botas, su chaquetilla azul de mecánico y la gorra con la visera puesta atrás, luchando contra las ráfagas del pampero; seguiríamos a los buscadores de oro a través de la Tierra del Fuego; y en el Canal de Beagle, nos contarían las historias de los loberos, mezcla de pescadores, contrabandistas y piratas, que recorren en sus cutter los canales del lejano Sur, imponiendo su querer, sin otro freno que el de su propia ley.

Pero nosotros, los chilenos, nos pasamos la vida mirando el ombligo agrícola y administrativo del país. Hasta las películas, cuando quieren dárselas de nacionales, nos muestran campos y trillas, como si las trillas de todo el mundo no fueran iguales.

Chile es más que una simple Capital en vías de construcción; que un reducido centro agrícola, o un conjunto de comunas que oímos nombrar por primera vez en algún cómputo electoral. Hay un país vasto, imponente, que es orgullo del geógrafo, del naturalista, del viajero. Un país, en una palabra, que es la satisfacción del hombre en su sentido más legítimo, y con más razón, del artista que, a fin de cuentas, es el hombre en su máxima potencia de captación y de sensibilidad. Chilli, “donde se acaba la tierra”, dirían los aymarás. Y tenían razón; a menos que sea donde comienza.

En una superficie de 750.000 kilómetros cuadrados, Chile extiende su territorio frente al mar como una ofrenda muda. Dando las espaldas a la América; alejado de toda vía comercial que lo haga volver la mirada hacia Europa, se ha quedado ahí, contemplando el océano infinito, como si en él hubiera perdido algo que en otros tiempos, y aún ahora, le fuera vital. Como náufrago abandonado en una costa sin recursos, ha seguido con la mirada al barco que se aleja sin verlo, y lo ha dejado perderse en el horizonte sin querer mudar de actitud.

Porque la verdad es que sería preciso recorrer la mitad del globo si queremos toparnos con alguna tierra habitable, más allá del mar.

Si partimos en línea recta desde Valparaíso al oeste, al cabo de dos días (300 millas mar adentro) pasaríamos cerca de las Islas de Juan Fernández. Las cruzaríamos por el norte sin verlas. Después de tres semanas, estaríamos a la altura de Pascua, a unas cuatrocientas millas al sur, sin sospechar siquiera su presencia. Más allá serían semanas y semanas de mar y cielo hasta abordar en algunas de las Islas Kermadec, en Oceanía, o bien en el extremo norte de la Nueva Zelandia. Si la deriva nos hubiera torcido un tanto el rumbo, transcurrirían dos semanas más hasta toparnos con la costa de Australia, un poco al norte de Sydney.

Ahora, si inventamos un nuevo itinerario, saliendo del Estrecho de Magallanes hacia el oeste, podríamos entretenernos en dar la vuelta al mundo en línea recta, hasta volver nuevamente al Estrecho, esta vez ligeramente corridos al sur. En este largo trayecto divisaríamos tal vez -no es muy seguro- algunas posesiones británicas perdidas en el sur del Pacífico, del Índico y del Atlántico. Como vemos, un recorrido ideal para los que buscan un aislamiento total del Espíritu.

En Chile, vivimos en ese aislamiento, y no porque lo hayamos buscado con el spleen de una lady romántica. Además de este mar inexorable, tenemos por el Este una tremenda muralla granítica que solo deja algunos boquetes por donde cruzan, penosamente, el ferrocarril transandino, en la parte central; los contrabandos de ganado más al sur; por fin, en el extremo, las ratas, que suelen venir a infestar los campos de Puerto Montt.

En los fiordos australes, es el mar quien perfora los últimos restos de los Andes y avanza hasta bañar, casi, la frontera Argentina. Esto crea una curiosa promiscuidad de razas. En Puerto Natales -al fondo de Última Esperanza- me he visto sentado en el comedor del Hotel Cruz del Sur, junto a un gaucho de Río Gallegos, a un estanciero chileno y a un indio alacalufe.

Sabemos que en el extremo Norte, Chile está separado del mundo por una ancha extensión desértica. Por el Sur, mira hacia los hielos del Polo. Por el Oeste, tiene el océano hasta la mitad del mundo; y por el Este, la cordillera inmensa.

Un país así se llama Isla, aún cuando sus límites no encuadren dentro de la definición geográfica de las islas.

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